Quizás el título asuste un poco, tranquilos no me he metido en ninguna secta usurpadora que termine con el suicidio colectivo (aunque a algunos les pese por esto último jajaja).
El artículo de hoy está enfocado a contar una anécdota que un día cualquiera de un mes cualquiera de hace ya unos años fui quien de presenciar. Dicha anécdota me hizo pensar acerca de la religión cristiana y de cómo sus valores han sido maltratados, desintegrados y reinterpretados por unos pocos que se creyeron con la autoridad suficiente como para someter a unos humildes fieles.
La historia aconteció un día que parecía, se iba a convertir en otro día más sin demasiado revuelo, yo me había levantado justísimo de tiempo, apenas había desayunado y después de una ducha de agua en estado de ebullición me disponía a llegar al colegio.
Llegué a clase me senté en el sitio de siempre, miré para la gente, por supuesto, la de siempre, el profesor llegó dio su clase en el mismo tono depresivo al que nos tenía acostumbrados (ese que hace que te duermas por ser las 8 de la mañana) y a él le sucedió otro con más de lo mismo.
Ya rematadas las dos primeras clases y por fin en tiempo de descanso gracias al mejor amigo del estudiante de instituto, el recreo, me dirigí al sitio de siempre con la gente de siempre a hablar de lo de siempre: coches, motos, futbol y demás gilipolleces que nada me interesaban pero que de vez en cuando servían para reírse un rato, ¡qué vas a hacer si no! Mi esperanza de hallar un tema menos monótono y más interesante de vez en cuando se hacía realidad…
En ese momento, decidí ir a comprar algo de comer, los que me conocéis sabéis que me viene de repente y es imparable…
Subí las escaleras con la misma cadencia con la que siempre lo había hecho, salude como siempre a todo el que me encontraba por el camino y finalmente llegué a la cocina donde se ponían los puestos de bollas de pan y croissants. Como era tarde y el recreo llegaba a su fin, los croissants que venían contados con rencorosa avaricia habían volado y ya pocas bollas quedaban sin estómagos por dueños.
La cola era inusualmente larga y coincidió por esa cosa extraña que a veces nos llama la atención (el destino) que detrás de mí estaba el cura del colegio. Nos conocemos desde que nací, casó a mis padres, me bautizó, me hizo la primera comunión y no siguió realizándome el ritual del buen cristiano porque decidí consagrarme en el ateísmo. Es tal el grado de familiaridad, que se dispuso a invitarme a los 30 céntimos que valía mi tan ansiado refrigerio.
Esto que antes mencioné, el destino, o quizás el azar hizo que nos tocaran a mí y a él respectivamente las dos últimas bollas.
La cola detrás superaba la decena… a mi me daba igual esta vez yo había llegado antes y tenía mi bolla poco tostada (mi preferida) en la mano.
Fue entonces cuando vi a CRISTO REENCARNADO, no me hacía falta meter los dedos en las llagas para cerciorarme, estaba viendo cual discípulos en Emaús como Cristo se aparecía ante mis ojos. Cogió su bolla, la partió en trocitos y se dispuso a repartirla entre sus hermanos, era como la multiplicación de los panes y los peces pero sin peces. Los individuos que formaban todavía cola y cuya suerte se había visto truncada en un principio, asistían incrédulos al acto de partición del pan.
Fue entonces y en ese mismo instante cuando comprendí lo que era el cristianismo en si como forma de vida, aislándola de toda la parafernalia de los ``padres de la iglesia´´ sin ropajes dorados de seda, ni anillos, ni sellos, ni mitras, ni andares opulentos. Vi por primera vez lo que ese individuo pretendió hace 2000 años y comprendí que seguramente hoy se enfurecería y echaría a los ``opulentos dueños de la fe´´ cual comerciantes de los templos.
Amigos y amigas conocidos y extraños yo aquel día (y aunque sigo profesando mi ateísmo) vi a Jesús.
4 de junio de 2009
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