EPÍSTOLA SATÍRICA Y CENSORIA CONTRA LAS COSTUMBRES PRESENTES DE LOS CASTELLANOS, ESCRITA A DON GASPAR DE GUZMÁN, CONDE DE OLIVARES, EN SU VALIMIENTO
No he de callar por más que con el dedo,
ya tocando la boca o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Hoy, sin miedo que, libre, escandalice,
puede hablar el ingenio, asegurado
de que mayor poder le atemorice.
En otros siglos pudo ser pecado
severo estudio y la verdad desnuda,
y romper el silencio el bien hablado.
Pues sepa quien lo niega, y quien lo duda,
que es lengua la verdad de Dios severo,
y la lengua de Dios nunca fue muda.
Francisco de Quevedo y Villegas, 1630
30 de enero de 2012
"Si no tenemos libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor"
"Desde la primera infancia nos enseñan primero a creer lo que nos dicen las autoridades políticas, espirituales, familiares etc. y luego, a razonar sobre lo que hemos creído. Pero la libertad de pensamiento es al revés, primero razonar, y luego creer en lo que nos ha parecido bien de lo que razonamos. Si no tenemos libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor."
JOSÉ LUIS SAMPEDRO
JOSÉ LUIS SAMPEDRO
20 de enero de 2012
Nadie entiende la deuda...
En 2011, como en 2010, Estados Unidos experimentaba una recuperación técnica, pero seguía sufriendo un desempleo desastrosamente alto. Y a lo largo de la mayor parte de 2011, como en 2010, casi todas las conversaciones en Washington giraban en torno a otra cosa: el problema supuestamente urgente de reducir el déficit público.
Este enfoque inapropiado dice mucho sobre nuestra cultura política, en concreto sobre lo desconectado que está el Congreso del sufrimiento de los estadounidenses de a pie. Pero también revela algo más: cuando la gente en Washington habla de déficits y deuda, la inmensa mayoría no tiene ni idea de lo que está hablando, y la gente que más habla es la que menos entiende.
Lo más evidente es quizá que los "expertos" económicos en los que confía gran parte del Congreso han estado totalmente equivocados una y otra vez sobre los efectos a corto plazo de los déficits públicos. La gente que obtiene sus análisis económicos de instituciones como la Fundación Heritage lleva esperando desde que el presidente Obama asumió el cargo a que el déficit público disparase los tipos de interés. El día menos pensado.
Y mientras ha estado esperando, esos tipos han descendido hasta mínimos históricos. Se podría pensar que esto llevaría a los políticos a cuestionar su elección de expertos (es decir, se podría pensar eso si no supiéramos nada sobre la política posmoderna no basada en hechos).
Pero Washington no se confunde solo en lo que respecta al corto plazo; también está confundido acerca del largo plazo. Porque aunque la deuda pueda ser un problema, la forma en que nuestros políticos y lumbreras piensan en la deuda es incorrecta y exagera el tamaño del problema.
Los que se preocupan por el déficit retratan un futuro en el que nos vemos empobrecidos por la necesidad de devolver el dinero que hemos tomado prestado. Ven a EE UU como una familia que pidió una hipoteca demasiado alta y que se ve en apuros para pagar las cuotas mensuales. Sin embargo, esta es una analogía realmente mala por lo menos en dos sentidos.
En primer lugar, las familias tienen que devolver su deuda. Los Gobiernos, no; todo lo que tienen que hacer es asegurarse de que la deuda aumenta más lentamente que su base imponible. La deuda de la II Guerra Mundial nunca se devolvió; sencillamente, se fue volviendo cada vez más irrelevante, a medida que la economía estadounidense crecía, y con ella, la renta sometida a tributación.
En segundo lugar, y esto es lo que nadie parece entender, una familia excesivamente endeudada debe dinero a otra persona; la deuda estadounidense es, en gran medida, dinero que nos debemos a nosotros mismos.
Esto era claramente cierto en el caso de la deuda en que incurrimos para ganar la Segunda Guerra Mundial. Los contribuyentes asumieron la responsabilidad de una deuda que era significativamente más elevada, como porcentaje del PIB, que la deuda actual; pero los titulares de esa deuda también eran los contribuyentes, como la gente que compraba bonos de ahorro. De modo que la deuda no hizo más pobre a los Estados Unidos de la posguerra. En concreto, la deuda no impidió que la generación de la posguerra experimentara el mayor aumento de la renta y el nivel de vida en la historia de nuestra nación.
Pero esta vez es diferente, ¿no? No tanto como creen.
Es verdad que ahora los extranjeros poseen grandes intereses en EE UU, entre ellos una buena cantidad de deuda pública. Pero cada dólar de participaciones extranjeras en Estados Unidos se ve igualado por 89 céntimos de participaciones estadounidenses en el extranjero. Y como los extranjeros tienden a hacer sus inversiones en Estados Unidos en activos seguros y de baja rentabilidad, EE UU gana en la práctica más por sus activos en el extranjero de lo que paga a los inversores extranjeros. Si se han hecho la idea de que es un país profundamente endeudado con los chinos, les han informado mal. Y tampoco estamos avanzando rápidamente en esa dirección.
Claro que el hecho de que la deuda federal no implique ni mucho menos que el futuro de Estados Unidos esté hipotecado no quiere decir que la deuda no sea perjudicial. Para pagar los intereses hay que recaudar impuestos, y no hay que ser un ideólogo de derechas para reconocer que los impuestos suponen algún coste para la economía, aunque solo sea porque apartan los recursos de las actividades productivas y los desvían hacia la elusión y la evasión de impuestos. Pero estos costes son mucho menos trágicos de lo que la analogía de la familia excesivamente endeudada podría dar a entender.
Y esa es la razón por la que los países con Gobiernos estables y responsables -o sea, Gobiernos que están dispuestos a elevar moderadamente los impuestos cuando la situación lo exige- han sido por regla general capaces de vivir con niveles de deuda mucho más elevados de lo que la opinión convencional nos induciría a pensar. Gran Bretaña, en concreto, ha tenido una deuda superior al 100% del PIB durante 81 de los últimos 170 años. Cuando Keynes escribía sobre la necesidad de gastar para salir de una depresión, Gran Bretaña estaba más endeudada que cualquier país desarrollado hoy en día, con la excepción de Japón.
Naturalmente, EE UU, con su movimiento conservador furibundamente antiimpuestos, podría no tener un Gobierno que sea responsable en ese sentido. Pero en ese caso, la culpa no es de la deuda, sino nuestra.
De modo que, sí, la deuda es importante. Pero en estos momentos hay cosas más importantes. Necesitamos más, no menos, gasto público para sacarnos de la trampa del desempleo. Y la terca y desinformada obsesión con la deuda se interpone en el camino.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008. @ New York Times Service 2012. Traducción de News Clips.
Este enfoque inapropiado dice mucho sobre nuestra cultura política, en concreto sobre lo desconectado que está el Congreso del sufrimiento de los estadounidenses de a pie. Pero también revela algo más: cuando la gente en Washington habla de déficits y deuda, la inmensa mayoría no tiene ni idea de lo que está hablando, y la gente que más habla es la que menos entiende.
Lo más evidente es quizá que los "expertos" económicos en los que confía gran parte del Congreso han estado totalmente equivocados una y otra vez sobre los efectos a corto plazo de los déficits públicos. La gente que obtiene sus análisis económicos de instituciones como la Fundación Heritage lleva esperando desde que el presidente Obama asumió el cargo a que el déficit público disparase los tipos de interés. El día menos pensado.
Y mientras ha estado esperando, esos tipos han descendido hasta mínimos históricos. Se podría pensar que esto llevaría a los políticos a cuestionar su elección de expertos (es decir, se podría pensar eso si no supiéramos nada sobre la política posmoderna no basada en hechos).
Pero Washington no se confunde solo en lo que respecta al corto plazo; también está confundido acerca del largo plazo. Porque aunque la deuda pueda ser un problema, la forma en que nuestros políticos y lumbreras piensan en la deuda es incorrecta y exagera el tamaño del problema.
Los que se preocupan por el déficit retratan un futuro en el que nos vemos empobrecidos por la necesidad de devolver el dinero que hemos tomado prestado. Ven a EE UU como una familia que pidió una hipoteca demasiado alta y que se ve en apuros para pagar las cuotas mensuales. Sin embargo, esta es una analogía realmente mala por lo menos en dos sentidos.
En primer lugar, las familias tienen que devolver su deuda. Los Gobiernos, no; todo lo que tienen que hacer es asegurarse de que la deuda aumenta más lentamente que su base imponible. La deuda de la II Guerra Mundial nunca se devolvió; sencillamente, se fue volviendo cada vez más irrelevante, a medida que la economía estadounidense crecía, y con ella, la renta sometida a tributación.
En segundo lugar, y esto es lo que nadie parece entender, una familia excesivamente endeudada debe dinero a otra persona; la deuda estadounidense es, en gran medida, dinero que nos debemos a nosotros mismos.
Esto era claramente cierto en el caso de la deuda en que incurrimos para ganar la Segunda Guerra Mundial. Los contribuyentes asumieron la responsabilidad de una deuda que era significativamente más elevada, como porcentaje del PIB, que la deuda actual; pero los titulares de esa deuda también eran los contribuyentes, como la gente que compraba bonos de ahorro. De modo que la deuda no hizo más pobre a los Estados Unidos de la posguerra. En concreto, la deuda no impidió que la generación de la posguerra experimentara el mayor aumento de la renta y el nivel de vida en la historia de nuestra nación.
Pero esta vez es diferente, ¿no? No tanto como creen.
Es verdad que ahora los extranjeros poseen grandes intereses en EE UU, entre ellos una buena cantidad de deuda pública. Pero cada dólar de participaciones extranjeras en Estados Unidos se ve igualado por 89 céntimos de participaciones estadounidenses en el extranjero. Y como los extranjeros tienden a hacer sus inversiones en Estados Unidos en activos seguros y de baja rentabilidad, EE UU gana en la práctica más por sus activos en el extranjero de lo que paga a los inversores extranjeros. Si se han hecho la idea de que es un país profundamente endeudado con los chinos, les han informado mal. Y tampoco estamos avanzando rápidamente en esa dirección.
Claro que el hecho de que la deuda federal no implique ni mucho menos que el futuro de Estados Unidos esté hipotecado no quiere decir que la deuda no sea perjudicial. Para pagar los intereses hay que recaudar impuestos, y no hay que ser un ideólogo de derechas para reconocer que los impuestos suponen algún coste para la economía, aunque solo sea porque apartan los recursos de las actividades productivas y los desvían hacia la elusión y la evasión de impuestos. Pero estos costes son mucho menos trágicos de lo que la analogía de la familia excesivamente endeudada podría dar a entender.
Y esa es la razón por la que los países con Gobiernos estables y responsables -o sea, Gobiernos que están dispuestos a elevar moderadamente los impuestos cuando la situación lo exige- han sido por regla general capaces de vivir con niveles de deuda mucho más elevados de lo que la opinión convencional nos induciría a pensar. Gran Bretaña, en concreto, ha tenido una deuda superior al 100% del PIB durante 81 de los últimos 170 años. Cuando Keynes escribía sobre la necesidad de gastar para salir de una depresión, Gran Bretaña estaba más endeudada que cualquier país desarrollado hoy en día, con la excepción de Japón.
Naturalmente, EE UU, con su movimiento conservador furibundamente antiimpuestos, podría no tener un Gobierno que sea responsable en ese sentido. Pero en ese caso, la culpa no es de la deuda, sino nuestra.
De modo que, sí, la deuda es importante. Pero en estos momentos hay cosas más importantes. Necesitamos más, no menos, gasto público para sacarnos de la trampa del desempleo. Y la terca y desinformada obsesión con la deuda se interpone en el camino.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008. @ New York Times Service 2012. Traducción de News Clips.
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